martes, 5 de mayo de 2009

Más sobre la pandemia

En estos momentos en México estamos viviendo una situación que, si bien parece no ser tan alarmante como parecía inicialmente, nos permite entrever muchos elementos que nos llevan a considerar esta amenaza real a la vida humana desde varias perspectivas que se han estado combinando.

Evidentemente la humanidad, y la vida en general, tiene a la enfermedad como un enemigo permanente. Pocos son los que llegan a morir naturalmente. Hoy en día se afirma (ver Deepak Chopra, “Cuerpo sin edad, cuerpo sin mente”; y “Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo”, entre muchos otros) que incluso aquella edad que consideramos “la vejez” y es el campo de especialidad de la gerontología, es una enfermedad de la que morimos prematuramente ya que el cuerpo humano está “programado” para vivir incluso más de doscientos años y el cuerpo “natural”, por ser el más maduro y el que usamos más tiempo, es el que hoy en día vemos como el cuerpo del anciano.

Entre todas las causas que originan nuestras enfermedades tenemos que considerar en primera instancia a aquellos que colectivamente llamamos gérmenes, una categoría que incluye todo tipo de organismos que pertenecen a la escala microscópica como los microbios, las bacterias y los virus.

A estos organismos los podemos caracterizar de varias maneras. La primera es que, desde un punto de vista evolutivo, son los habitantes más viejos de nuestro planeta. Estos seres unicelulares e incluso precelulares (el caso de los virus aunque todavía hay un gran debate en la biología sobre que es exactamente un virus), fueron los primeros en aparecer en ese caldo molecular que se originó en la Tierra primigenia cuando los factores químicos y climáticos fueron idóneos para el desarrollo de la vida.

Los científicos que se han especializado en estudiar la existencia de vida en el espacio, han llegado a afirmar que esta forma de vida probablemente es la más común en el universo. De hecho, esta forma de vida es la norma en nuestro universo y cualquier manifestación vital más sofisticada (como la que existe en la Tierra) es la excepción que confirma la regla.

Si contemplamos la vida en la Tierra como una lucha por la primacía, es evidente que los microorganismos son el enemigo a vencer si algún día la humanidad realmente aspira a hacer suya la sentencia bíblica de que somos la “culminación y los dueños divinamente designados de la creación.” La frase no dice exactamente eso, pero en estos momentos no tengo apetito de buscar la cita en mi ejemplar de la Biblia, ya que por la tarde me tuve que echar un round de debate con uno de esos fanáticos cristianos que insistían en que si no crees en su Jehová y te acuestas en el regazo de Jesús, -algo difícil de lograr con alguien que lleva muerto dos mil años y que además, con toda probabilidad, es una figura mítica compuesta que ni siquiera vivió- estás satanizado y condenado a la hoguera eterna.

En todo caso, médicamente podemos usar esa metáfora satánica afirmando que el diablo de la medicina son justamente esos bichos microscópicos. Los médicos viven una constante guerra contra esos organismos. Ellos son el enemigo a vencer y, si algún día lográramos salir victoriosos, estaríamos mucho más cercanos no solo de ser los ya mencionados reyes de la creación (una perspectiva que obviamente me resulta poco interesante) sino también a disfrutar de vidas mucho más prolongadas cercanas a las dos centurias o hasta más largas (cosa que, si se solucionan paralelamente algunos elementos más como el tener que trabajar para vivir, si resulta atractiva y digna de considerarse como caballo de batalla).

El pequeño problema es que nuestro enemigo es un guerrero con toda la existencia de la vida en la Tierra como experiencia acumulada y nosotros, por lo menos nuestros médicos, se están enfrentando a el como un bebé, en pañales, que se escuda con una rueda de papel y va armado con dos armas que equivalen a usar arco y flecha contra tanques blindados.

El escudo de papel de ese bebé son las vacunas. Sus armas los antibióticos y los antivirales.
Aclaro que no quiero desdeñar en ningún momento las importantes aportaciones que ha logrado la medicina en esta guerra. Las vacunas han ayudado a nulificar la gran mayoría de las enfermedades que hasta hace no mucho tiempo eran las principales causantes de que la mayoría de nosotros no llegáramos a la edad adulta. Si hace cien o ciento cincuenta años enfermar de viruela, paperas, polio, tosferina, escarlatina o rubiola era un albur en el que la muerte casi siempre salía victoriosa, hoy en día, ya no consideramos esas enfermedades como un problema sanitario significativo. A todos los niños se les vacuna preventivamente contra la mayoría de estas enfermedades y a raíz de ello la mortalidad infantil ha disminuido significativamente (teniendo como consecuencia evidente el crecimiento demográfico explosivo que nos ha enfrentado a toda una serie de disyuntivas nada fáciles de solucionar).

Si aún así llegamos a enfermar por culpa de alguno de esos minúsculos enemigos, recurrimos a nuestras armas médicas: el antibiótico y/o el antiviral.

Pero he aquí que nos enfrentamos a un dilema. Por un lado, sobre todo a las prácticas de la automedicación tan subliminalmente promocionada por la industria farmacéutica, esas armas están perdiendo rápidamente su efectividad gracias a un blindaje bastante efectivo que poseen nuestros enemigos que conocemos con el término de mutación. Y en efecto, la gran maravilla de la vida microbiana no es solo su antigüedad en el planeta sino su dinamismo. Si queremos observar el cambio sucediendo prácticamente frente a nuestros ojos, basta con mirar por el tubo de aumento de un microscopio.

Por el otro lado, resulta que esos aparentes enemigos también son nuestros aliados y amigos. Muchas de las funciones metabólicas que suceden en nuestro cuerpo no serían posibles sin la participación de una gran cantidad de estos organismos que pululan el interior de nuestro cuerpo. Tan solo la digestión cotidiana emplea a millones de bacterias sumariamente conocidas como la flora intestinal, razón por la cual la ingestión de antibióticos termina causando graves problemas digestivos a todo aquel que los tiene que ingerir por periodos más o menos prolongados. Literalmente podemos decir que en estos casos el tiro suele salir por la culata.

Los antivirales son de aparición más o menos reciente. Se trata de medicamentos más sofisticados y especializados que los antibióticos. Son drogas diseñadas para combatir un grupo reducido de virus y, hasta ahora, solo han sido efectivas casi exclusivamente para atacar el virus de la influenza, uno de los virus que atacan con más frecuencia y el que lleva más muertes en su registro histórico… Pensemos tan solo en los 40 millones de muertos de la “Gripa Española” finalizando la Primera Guerra Mundial, o el virus importado por los españoles que mató a más de la mitad de los habitantes de Tenochtitlan y ayudando así a que los hispanos se adueñaran de México. (Cabe aclarar que algunos investigadores señalan que se trató de la gripa y otros de la viruela, en todo caso se trató de uno de esos gérmenes de los que estamos hablando).

Por si esto fuera poco alrededor de la guerra contra los bichos se han generado toda una serie de intereses que rebasan por mucho los meros intereses de la salud humana y la han convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo. Ese negocio no tiene absolutamente nada de altruista y a penas está comenzando.

Las grandes compañías farmacéuticas están invirtiendo grandes cantidades de dinero en la investigación sobre esta materia. Evidentemente es una rama que ha sido altamente redituable al tener no solo un público consumidor cautivo, sino incluso obligado al consumo. Pero los laboratorios no se han conformado con sacar provechos millonarios a sus medicinas. Quieren más. Y una de las formas con las que se están garantizando ese “mas” es a través de las patentes. Aceptemos la validez de la patente mientras una empresa amortiza sus inversiones. El aspecto que resulta totalmente inaceptable en torno a este tema es que muchas de estas empresas están registrando y comprando las patentes sobre cuanto organismo nuevo se está descubriendo (o incluso creando artificialmente mediante la manipulación genética). Esos acaparamientos de patentes tienen dos consecuencias graves.

La primera es que, al tener la patente sobre el organismo, las compañías están dificultando enormemente la investigación sobre los mismos en los ámbitos científicos que no tengan los recursos suficientes para pagarles los derechos de patente. Esto significa, entre otras cosas, que los tiempos de investigación están siendo artificialmente supeditados a los intereses de mercado de las grandes compañías y no a las necesidades humanas prácticas. Las enfermedades que padecen los habitantes del “primer mundo” tienen muchísima más prioridad que las que padecen aquellos que viven en las zonas menos desarrolladas del mundo. En la pobreza, por el otro lado, la vulnerabilidad de los seres humanos para ser atacados es evidentemente mayor que la del décimo rico de la población mundial.

(Un ejemplo de esta situación es el famoso Viagra que no responde a una enfermedad real, sino a un cuadro más que nada psicosomático que se deriva del estrés urbano. Como el habitante urbano tiene más dinero que el rural, se le ha puesto mucha atención a este problema dejando a un lado la investigación sobre enfermedades que en un momento dado pueden afectar a un número mucho mayor de personas.)

La segunda es que el mercado de los fármacos ha dejado de ser un mercado libre regulado por la oferta y la demanda ya que en el imperan los monopolios de tratamiento. Si una sola compañía tiene la patente sobre el virus y además es la única productora del medicamento que lo ataca, evidentemente puede hacer en el mercado lo que se le antoje. El resultado evidente de esta situación es una escalada mundial en los costos de los medicamentos. Una escalada que está quebrando todos los servicios médicos públicos del mundo limitando el acceso al tratamiento a miles de millones de seres humanos.


Otro aspecto sumamente problemático que atañe nuestra guerra contra los gérmenes es nuestro consumo de carne. La industrialización de la producción ganadera en condiciones completamente infrahumanas (o mejor “infra-animales) al mantener a los animales en establos o jaulas sumamente reducidas y con una dieta que no les es en absoluto natural ha ocasionado que estos animales estén permanentemente enfermos por lo que requieren de gran cantidad de cuidados veterinarios y enormes cantidades de medicamentos. Se calcula que el 60% de todos los antibióticos que se producen actualmente no son suministrados a humanos enfermos sino a los animales cuyos productos, lácteos, huevo, carne, etc., terminamos consumiendo. Esto significa que nuestros enemigos, los gérmenes, ya no solo tienen la necesidad de mejorar sus capacidades de mutación al ser atacados dentro de los cuerpos humanos, sino, sobre todo, al encontrarse en los cuerpos de los animales de criadero.

El virus de la influenza porcina es justamente el producto de una de estas mutaciones que hizo alguna cepa para escapar de los ataques antibióticos. Los científicos de la UNAM han detectado trazos de virus originalmente aviar, porcina, humana (americana y euro-asiática) en el virus que actualmente nos aqueja. Es evidente que solo la sofisticación mutante permitirá que estos gérmenes sigan sobreviviendo y el incremento de esa sofisticación hará que su combate sea cada vez más difícil.

La tónica aparente con la que actuó el gobierno mexicano se deriva de esta lógica. Al tratarse de una mutación nueva, nadie sabía cómo combatir el brote y eso fue lo que detonó la alarma. En esta ocasión tuvimos suerte. Al parecer los medicamentos existentes resultaron eficientes para controlar el virus. Y, aunque la alarma no se ha apagado, podemos regresar a la vida cotidiana con un respiro.

El pequeño detalle es que solo es cuestión de tiempo de que aparezca una mutación que represente un reto no superable para el desarrollo de la medicina. Cuando eso suceda, los cuarenta millones de muertos del brote de gripa española que sucedió hace ya casi noventa años, será como comparar los muertos de una batalla de la Europa Medieval con los que murieron durante la Segunda Guerra Mundial.

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